La nueva generación de cineastas se cansó de disfrazar las duras realidades de un país pobre, colonizado y violento como Puerto Rico
jueves, 5 de abril de 2018 – 12:00 AM | Por Benjamín Torres Gotay

En una de las escenas más viscerales de “El chata”, la ópera prima del director puertorriqueño Gustavo Ramos Perales que estrena hoy, Samuel, el personaje principal, incapaz de hacer frente a su frustración por el encierro literal y simbólico en que están su vida y la de su familia, golpea con sus puños la pared de cemento del baño en el que se ducha.
Rastros de sangre mezclada con agua quedan impregnados y se deslizan lentamente por la pared golpeada. Es una escena que, de cruda, de sanguínea, de tan parecida a la vida misma, puede resultar difícil de mirar. Mucha de la intención artística de Ramos Perales, de paso, es precisamente esa: obligar a ver lo que no quiere mirar y oír lo que no quiere escuchar.
“La gente no se quiere mirar en el espejo y este país tiene unas realidades que si no las enfrentamos no vamos a mejorar”, dice Ramos Perales, quien estuvo 12 años acariciando la historia que por fin estrena en las salas de Plaza Las Américas, Montehiedra, Plaza del Sol, Escorial y Plaza Guaynabo.
La intención de obligar a Puerto Rico a mirar donde no quiere mirar, a ver la imagen pavorosa que devuelve el espejo, no es única. Ya puede incluso hablarse de una tendencia en el nuevo cine puertorriqueño de ir abandonando códigos del pasado e ir adentrándose en los rincones más oscuros de la realidad, donde nadie más quiere mirar, para sacar a la luz, en todo su sórdido esplendor, lo que ha resultado de una historia demasiado larga de pobreza, marginación, violencia y coloniaje.
Por ahí van “El chata”, filmada en el barrio Las Curías, en Cupey, y que cuenta la historia de Samuel, un exboxeador que sale de la cárcel tras ocho años de encierro para tratar de rehacer su vida en un opresivo ambiente de pobreza, marginación y violencia; “La granja”, de Ángel Manuel Soto, estrenada el año pasado, que entremezcla tres historias en las que todo es oscuro y está sucio y “Antes que cante el gallo”, de Ari Maniel Cruz, de 2016, sobre una niña transformándose en mujer en un mundo de encierros y falsos códigos de un pequeño pueblo del centro de la isla.
Las tres tienen un elemento en común: personajes agobiados por opresivos ambientes de los que sienten que no tienen escapatoria, con la válvula del exilio en el caso de “La granja” y “Antes que cante el gallo”, como un paño rojo que se agita a lo lejos. Ramos Perales y Soto, que además de directores son los escritores de sus propias historias, creen, sí, que hay una nueva generación de cineastas puertorriqueños que se cansó de tratar de disfrazar las duras realidades de un país pobre, colonizado y violento como Puerto Rico .
“Ya está bueno de estar vendiéndole embustes a la gente. Ya está bueno de que me digas que todo está bien. Ya está bueno de mentirle a la gente, de decir que todo está chévere”, dice Soto. “Tratando la herida o mirando dónde está la herida es como único puede curarse”, agrega.
Puede creer alguien que al puertorriqueño no le interesa ir al cine para enfrentarse de nuevo con las realidades de las que quizás quiere escapar. Pero ni de “La granja” ni de “Antes que cante el gallo” puede decirse que fueron fracasos de audiencia. “Antes que cante el gallo” fue un éxito en las salas locales, se exhibió en múltiples festivales a nivel internacional y ganó importantes distinciones en Curazao, Rotterdam y Trinidad y Tobago.
“La granja”, mientras tanto, se exhibió en 20 festivales, estuvo un mes en cartelera en Puerto Rico, actualmente está disponible en Amazon y el mes entrante será exhibida en el canal premiun Starz.
Igualmente, ganó mejor ópera prima en el festival de Guadalajara y mejor película extranjera en el festival Urban World, de Nueva York.
Le toca ahora el turno a “El chata”.